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¿Psiquis?, ¿Psíquico?, ¿Psiquismo? Sería muy interesante llegar a saber qué significan estos términos...

Pagina 12. revista Online. 09 de junio 2016

  ¿Psiquis?, ¿Psíquico?, ¿Psiquismo? Sería muy interesante llegar a saber qué significan estos términos aparentemente tan precisos. Quienes los utilizan suelen ubicarlo “dentro de la cabeza”. Tal vez en el cerebro. Sin embargo, ¿cuál es el espacio que allí ocupa? Si de un “espacio” se trata, debe ser posible conocer sus límites, recorrer su contorno. Si esos entes ocupan un lugar en el espacio debieran poseer alguna “dimensión”. ¿Cuál es la dimensión de la psiquis, lo psíquico o el psiquismo? Podríamos preguntarnos: ¿remiten esos términos a algún objeto cuya dimensión pueda ser precisada? No cabe duda de que la respuesta a este interrogante es que tales objetos carecen de existencia. Por ello podríamos afirmar que son términos vacíos, meras palabras sin significado preciso alguno.

Otro modo de referirse a ese “espacio” remite al “interior del alma humana” (Aslan, 2006:2551). Y nuevamente nos vemos obligados a preguntarnos cuál es el significado de esta frase. ¿Qué significa “interior del alma humana”?, ¿dónde ubicar ese “interior”?, ¿qué es esa “alma humana”? La respuesta a estos interrogantes vuelve a remitirnos a la vacuidad de los términos empleados, a su “insignificancia”.

Sin embargo, pese a ello no podemos negar la existencia de tal espacio. Comprendemos usualmente lo que aquellos términos designan y lo utilizamos correctamente. Pero, ¿dónde ubicar sus referentes, cuál es el espacio por ellos ocupado? Y es justamente esta dificultad que plantea su ubicación lo que los convierte en términos esquivos. ¿Por dónde comenzar a recorrer el camino que nos permita arribar a tal espacio?

En primer lugar, si de ese espacio sabemos algo es porque existe una palabra que lo nombra, un sustantivo que lo introduce en el ámbito del lenguaje.

Nuevamente se hace necesario preguntarnos ¿cuál es el espacio que ocupa ese sustantivo, esa palabra? Un físico podría tal vez decirnos que se trata de vibraciones producidas por nuestra voz al encontrarse con las partículas elementales que colman el ámbito espacial. Pero lo que motiva nuestra investigación no son esas vibraciones. Lo que nos preguntamos apunta a su significado. ¿De dónde proviene ese significado que la voz hace posible conocer?

Vivimos en un mundo, rodeados por objetos de muy distinta naturaleza que la evolución ha puesto a nuestro alcance. Sin embargo, cabe decir que lo primero que encontramos, cuando a él nos dirigimos, no son esas cosas sino las palabras que los nombran. Lo que las palabras no nombran no existe aún en nuestro mundo. El mundo comprendido no es el producto de una percepción sino de una “interpretación”. Interpretar significa imponer a los entes en cuestión una disciplina que les permita someterse a las reglas, que pongan en evidencia la existencia de un orden que los articula. El “desorden” escapa a toda posibilidad de interpretación, carece de sentido, de la mínima virtualidad de significación.

La significación requiere de un orden. ¿Cuáles son las condiciones de existencia de tal orden? ¿Tuvo tal orden un origen? ¿Es posible la existencia de un “antes”? Es imposible llegar a saber qué es lo que existía en ese “antes”, porque ese antes es “desorden”. Si existió, nada podemos saber de él.

En algún momento entre aquel “desorden” y este “orden” se produjo, no sabemos cómo ni por qué, un “salto”. El azar introdujo nuevos entes y una nueva manera de articulación entre ellos, aquellas partículas elementales cuyas relaciones son sometidas a las leyes que la física ha podido poner en evidencia: desde las partículas elementales hasta los astros celestes.

Pero no resultó ser el único “salto” que escapa a nuestra comprensión, porque esas partículas comenzaron a agruparse hasta conformar nuevas entidades, cuyas relaciones la química ha podido desentrañar con sus leyes.

Pero un nuevo “salto” se impuso y, aquellos objetos químicos, comenzaron a moverse por impulsos que escapaban a los vaivenes exteriores, a desarrollarse al punto de dar lugar a nuevos fenómenos. Cada uno de estos entes era capaz de reproducirse y dar lugar a otros seres, también, capaces de nacer a la vida. Este nuevo orden “biológico” debió poner freno a esta reproducción que amenazaba con desbordar el universo con un exceso de población. El orden biológico debió apelar a la “muerte” como forma de garantizar la supervivencia del mundo. Desde las más elementales amebas hasta las sociedades de los primates más avanzados este orden mantuvo su poder.

Y es aquí donde se produce el salto que sostiene nuestras investigaciones. Entre estos primates, de pronto, sin que nos sea posible explicar cómo ni por qué, un nuevo fenómeno hace su aparición: el lenguaje articulado, sometido a una gramática compartida que dará lugar a las sociedades humanas (desde aquellos homo sapiens prehumanos que conocemos como Australopithecus hasta el actual “homo sapiens sapiens”). Este lenguaje articulado era capaz de ordenar un universo “simbólico” (sometido al orden de la palabra y del lenguaje conceptual articulado), universo que permitirá ordenar el mundo parcial que se ofrece a nuestra percepción: un mundo “imaginario” y, como tal, reconocible a partir de lo que el lenguaje reconoce como existente. Y un tercer universo, inexistente en los “saltos” anteriores, totalmente inaccesible a nuestras posibilidades de comprensión: un universo “real”, que, por razones lógicas, nos vemos obligados a implantar.