¿Estaría el discurso del psicoanálisis exento de toda ideología? ¿Debería estarlo? Nada podría ser más incierto si entendemos por ideología todas las ideas que todo el mundo tiene de un sistema de vínculos –económicos, sociales y, en última instancia, siempre políticos– con el fin de conservarlos, transformarlos, restaurarlos o bien, de subvertirlos.

 

 

 

De hecho, fue el propio Lacan quien había destacado, en los años sesenta, la “ideología edípica” que los psicoanalistas de su tiempo habían transmitido, a sabiendas o no, al imaginario social confundiendo la estructura edípica con la familia nuclear. Esto no era un hecho obvio para los analistas en ese momento, y tal vez no sea todavía así hoy en día. Por ejemplo, el proyecto de investigación iniciado por Jacques-Alain Miller bajo el epígrafe de “psicosis ordinarias” -lo que no es una nueva clasificación gnoseológica- podría entenderse como un intento de superar ciertas consecuencias de esta ideología en la experiencia.

 

La atribución de una ideología al analista está, por lo tanto, en el orden del día y no es seguro que pueda deshacerse de ella en el silencio de la neutralidad benevolente.

Por lo tanto, sería necesario profundizar en la pregunta: ¿cuál es el lugar de la ideología en el discurso del psicoanálisis? Con solo navegar por el “Índex razonado de los conceptos mayores” de los Escritos de Lacan, encontramos en la página 902 una sección entera dedicada a la “Teoría de la ideología”. Vemos el hilo conductor que recorre la primera enseñanza de Lacan, que parte de la ideología de la libertad en la teoría del yo autónomo, que continúa con el humanismo y la defensa de los derechos humanos, el antropomorfismo, los ideales de maduración de los instintos, y que llega a la ideología del evolucionismo y el cientificismo contemporáneo. Otro hilo sigue las consecuencias de la ideología estadounidense, con ideales de felicidad y valores individuales de la persona autónoma que también han sido promovidos por una fracción de psicoanalistas. Esta ideología es hoy parte de los prejuicios no reconocidos del yo de los que el psicoanalista siempre debe estar advertido.

Sin embargo, sería demasiado reduccionista limitarnos sólo a una crítica de la ideología de la autonomía del yo con sus identificaciones imaginarias. La cuestión se vuelve más espinosa si seguimos otra referencia de Lacan en su texto de 1972, “El atolondradicho”, cuando define el punto de partida de su enseñanza: “Por ello parto de un hilo, ideológico, pues no tengo otra opción, con el que tejo la experiencia instituida por Freud. ¿En nombre de qué, si ese hilo proviene de la trama que mejor pasó la prueba de sostener juntas las ideologías de una época que es la mía, lo rechazaría? ¿En nombre del goce? Pero si es precisamente lo propio de mi hilo salir ileso del goce, esto hasta es el principio del discurso psicoanalítico, tal como él mismo se articula”.

Por lo tanto, partimos de un hilo que siempre es ideológico, sin elección posible. Sólo podía ser rechazado desde una posición de goce que sería extraterritorial, una posición de la que el psicoanalista debe, precisamente, “zafarse”. En este punto, la posición del discurso del psicoanalista está necesariamente separada de las posiciones de goce tomadas por los otros discursos. Sin embargo, no sería menos una posición ideológica.

 

*Psicoanalista. Primera versión publicada en Psicoanálisis Lacaniano.